Hacía un estupendo día de enero. Me encontraba en Madrid. Podía ir de rebajas y además, iba a ir al Prado. Mejor plan, imposible. Me encontré con la fotógrafa en la puerta de la pinacoteca. Ella estaba tremendamente nerviosa, poco pude hacer yo para tranquilizarla, así que nos acreditamos, nos enteramos de cuánto iba a durar la espera y en vez hacernos las cultas mirando cuadros como quien mira árboles, nos dirigimos a la cafetería. Horrible, por cierto. Menos mal que con la rehabilitación ha cambiado.
La entrevista tuvo lugar en una sala noble, sentados en una de esas mesas enormes que te convencen de que ahí no se puede trabajar, todo lo más mirarse unos y a otros. Dispusimos de muy pocos minutos, no más de veinte para la conversación y diez para las fotos, así que estuve obligada a hacer las preguntas muy rápidas, sin apenas escuchar al entrevistado, sin posibilidad de improvisar, de contrarrestar lo escuchado, de hilar la conversación. Divagar requiere tiempo. Y no había tiempo.
Al terminar, seguía haciendo un enero maravilloso y me fui a Fuencarral a gastar más dinero del que acababa de ganar.
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