A los pocos días de esta entrevista, a Martín Berasategui le concedieron la tercera estrella Michelín. Aproveché una llamada que tenía pendiente para concretar unas recetas que acompañarían a las preguntas y le di la enhorabuena. Estaba emocionado y no lo ocultaba. Me reiteró la invitación de ir a su casa, el término que utiliza para el maravilloso caserío en que se erige su restaurante.
Nunca fui. Aunque no sabía si la invitación significaba no pagar la cuenta, no quería arriesgarme. Mi sueldo de periodista no daba para esos excesos.
Me perdí un placer, seguro; y una experiencia, pero guardo el privilegio de haber presenciado la actividad matutina de su cocina mientras charlábamos. Pude ver cómo llegaban los proveedores y le ofrecían el género que él mismo escogía. Admiré la organización de decenas de cocineros. Cada uno a lo suyo: dos se limitaban a preparar los caldos en unas perolas de un metro de alto; otro diseñaba delicias de chocolate; al fondo cortaban las hortalizas. ¡Qué lugar más delicioso!
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